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Relato "MIRADAS FURTIVAS"

MIRADAS FURTIVAS

(De "EL LIBRO DE VIVENCIAS EN EL TRANSPORTE PÚBLICO", Comunidad de Madrid)


Encendí el MP3 muy despacio. Con las legañas todavía pegadas a los ojos y con las manos tiritando de frío. Era muy de noche todavía y el viento repentino de un invierno amenazante, me había erizado el brazo.

Justo antes de entrar en el último vagón del tren, vi de pasada el rostro de una mujer bonita. Subió al mismo vagón que yo, pero por la puerta del otro extremo.

Las manos no me dejaban obrar con destreza. Era un lunes de enero, no recuerdo de qué año, y las pisadas de aquella niña garbosa andando hacia mí, quedaron grabadas para siempre en mi memoria. Nos encontramos, yo con mi frío metido en las entrañas y ella que se contoneaba como la diosa de algún mar lejano de la tele.

Mi amigo Chema me llamó la atención en ese instante desde el otro extremo del vagón. Tuve que acercarme hasta él. Fue entonces cuando mi mirada y la de ella coincidieron. Y más que coincidir, se hablaron. Y más que hablar, suplicaron. Hoy día incluso, me cabe la duda de si sus ojos entendieron realmente ya desde aquél día lo que los míos intentaban decirle.

Estuvimos viéndonos muchos meses, muchas mañanas intranquilas y muchos sueños alterados. Procuraba sentarme a su lado, frente a ella, en la diagonal más cercana… Buscando furtivamente los resquicios entre las cabezas de la gente para cruzarme con sus ojos en plena escalada hacia el deseo, hacia la locura más morbosa de lo desconocido.

Supe su nombre a los pocos días de conocerla. Se juntaba a veces con una compañera suya de carrera e iban juntas a clase. Y fue ella, su amiga, quien reveló el nombre de mi adorada niña.

Se llamaba Silvia, como la Silvia de mis cuentos, como la Silvia de mis películas románticas del cine, como esa especie de perfección absoluta saliendo del agua en una playa paradisíaca llena de palmeras y cócteles afrodisíacos. En fin, el delirio de grandeza de los pobres, una ilusión, una quimera hecha realidad, enfrente mismo de mis ojos tristes…

Nunca llegamos a hablar, hasta el día que desapareció para siempre. Esa mañana era el comienzo de un día espléndido, quizás el inicio de una jornada veraniega como las de antes, con un sol radiante y unas ganas tremendas de comerme el mundo. Creo que fue eso lo que infundió en mí las fuerzas necesarias para lanzarme a hablar con ella. Me senté a su lado y le di los buenos días por primera vez.

Siempre habíamos intercambiado miradas esquivas entre los asientos del tren milagro. Nos conocíamos, sabíamos quiénes éramos, pero jamás nos habíamos dirigido la palabra. Era como si llevar viéndonos durante seis meses, no significara nada. Como si no fuera suficiente motivo como para decirnos ni tan siquiera hola, después de tantas horas compartidas en el mismo habitáculo de un tren de cercanías.

Me miró sorprendida, no dijo nada y entonces… volvió la cara con un gesto de desprecio hacia la ventana. Fuera el sol radiaba fulgurante, mientras la estación de Entrevías anunciaba la llegada inmediata de nuestro destino. Silvia se bajó corriendo y se reencontró en el andén con un chico al que besó apasionadamente. No miró atrás, ni si quiera pidió perdón cuando se tropezó con mi mochila y desapareció de mi vista en la distancia del andén oscuro. En ese momento, fui incapaz de moverme. Las puertas del tren se cerraron, perdí mi parada y la perdí a ella para siempre. Nunca más la volví a ver en aquel tren, en aquél vagón inerte que durante tantos meses me había visto forjar en vano una ilusión quizás ridícula.

Hoy, prefiero pensar que Silvia nunca entendió lo que sentía. O que quizás nunca quiso enfrentarse a su destino. Todo menos reconocer que nunca llegó a sentir nada por mí. No me lo creo…

Bueno, no os he contado, me llamo Raquel y vivo en San Fernando.


Raúl Sánchez Plasencia
(Alcalá de Henares)